El 8 de mayo de 1982 el canadiense Gilles Villeneuve perdió la vida al accidentarse durante los giros de clasificación del Gran Premio de Bélgica. Si bien nunca logró un título en la Fórmula Uno, el piloto de Ferrari es considerado una de las leyendas de la disciplina, gracias a sus cualidades y talento al volante. Su hijo, Jacques, siguió sus pasos y obtuvo el Campeonato Mundial para Williams en 1997. Fragmento de LA BRUTAL Y ABSURDA MUERTE DE GILLES VILLENEUVE, nota de Bruno Passarelli publicada en El Gráfico nº3266, del 11 de mayo de 1982.
UNA TRAGEDIA TERRORIFICA
"Son las 13.52 del sábado. Un tiempo hostil e inclemente castiga a Zolder como es habitual en esta maldita campiña flamenca. Hace dos minutos, la Ferrari de Villeneuve ha entrado a boxes y los mecánicos italianos le han calzado el tren de neumáticos blandos de Good Year con el que el canadiense intentará su mejor vuelta. Villeneuve está octavo. Ha mejorado 89 centésimos de segundo en relación con el viernes. Pero es una mejoría irrisoria comparada con la de los otros hombres de punta: Rosberg ha bajado su tiempo en 1,81 segundos, Lauda en 1,53, Alboretto en 1,03. Pero lo que más lo irrita, lo enfurece, es la superación de su compañero Didier Pironi, `ese maldito francés´, como lo definió después de la que para Gilles era `la traición de Imola´. Estos quince días no habían bastado para aplacar su cólera. Y su rabia vuelve a aflorar cuando, antes de salir le muestran la planilla con los tiempos: Pironi ha saltado al sexto del decimoquinto del viernes. Su mejoría relativa ha sido contundente: de 1m18s79/100 el día anterior ha descendido a 1m16s50/100 o sea 2,29 segundos más veloz. Es con la mente clavada en ese sexto puesto de Pironi que muy probablemente Villeneuve vuelve a la pista. Busca ahora la vuelta `buena´ que le permita bajar su mediocre 1m16s61/100. No encuentra tráfico en la pista. Hace en cuarta el curvón Bianchi —donde Alan Jones se despistara el año pasado— resuelve la chicana de atrás de los boxes con una leve ida de cola sobre el pianito externo, como es su costumbre y negocia sin problemas el temido curvón Terlamen, donde el efecto suelo tiene un rol exasperado.
Después de este curvón y antes de la chicana que lleva el nombre de Jochen Rindt, hay una variante veloz, consistente en una curva rápida hacia la izquierda, un breve rectilíneo y una contracurva hacia la derecha. Es una especie de codo que se hace en cuarta y que no exige ningún compromiso especial para ser negociado. Antes de la primera curva hacia la izquierda, Villeneuve encuentra delante suyo al March de Jochen Mass, que es notoriamente más lento. Gilíes debe haber maldecido por lo bajo ese fastidioso tapón, justo en la vuelta de lanzamiento. Dobla detrás del alemán y en la breve recta que sigue trata de superarlo. Es la tragedia. Los dos pilotos no sincronizan sus movimientos y la Ferrari embiste de atrás al March a casi 220 kilómetros por hora. La rueda delantera izquierda de la Ferrari pasa por encima de la trasera derecha del March que hace las veces de catapulta. Algo parecido le había sucedido a Villeneuve en su debut de octubre de 1977 en el circuito japonés del Fuji con el Tyrrell de seis ruedas de Ronnie Peterson. Su auto había salido despedido por el aire y aterrizado en un prado, matando a dos personas e hiriendo a varias más. Pero Gilíes había salido indemne. Esta vez, la suerte, esa aliada que había acompañado a Villeneuve en todas sus empresas, aun las más locas y arriesgadas, le da la espalda. La Ferrari vuela, gira sobre sí misma en el aire y comienza a dar tumbos en los que va desintegrándose y esparciendo por todos lados sus piezas vitales y accesorios. Uno, dos, tres, cuatro tumbos... después del tercero, Villeneuve sale despedido, catapultado como un proyectil enloquecido y grotesco. Recorre asi, sin el casco protector, con la butaca todavía adherida a su espalda, una parábola escalofriante, de casi 25 metros, que termina cuando después de haber volado sobre la pista, su cuerpo derriba la primera fila de redes protectoras situada en la parte externa de la curva y se detiene sólo sobre uno de los palos de la segunda. Se le han roto los cinturones de seguridad, y la Ferrari lo ha despedido a una altura de diez metros, con los pies hacia adelante, en una réplica alucinante de aquel espectáculo del `hombre bala´ mítico de los circos de nuestra infancia. Gilles queda exánime, cara al cielo, lívido el rostro, el cuerpo inmóvil, las vértebras cervicales quebradas.
En tanto la Ferrari ha detenido su diabólico vuelo sobre el mismo asfalto, Mass ha debido frenar violentamente para evitar que le aterrice encima, tirándose como un desesperado al pasto. Se ha desintegrado. Sólo son reconocibles parte del monocasco y la suspensión trasera derecha a la que todavía está unida la rueda.
Mass es el primero que se acerca a socorrerlo pero, horrorizado, no atina a nada. Después llegan René Arnoux y Eddie Cheever. El primero se apoya sobre uno de los palos de las barreras, se quita el casco y comienza a vomitar. Cheever sólo atina a darse vuelta y alejarse. Uno le hace un desesperado masaje cardíaco, otro la respiración boca a boca. Por fin llega una ambulancia que se lo lleva envuelto en una manta gris oscuro, hacia el centro de reanimación del autódromo. Hacia la clínica Saint Rapahel. Hacia la muerte.
Cuando había aparecido en la Fórmula Uno, impetuoso y generoso, la gente lo había bautizado `el aviador´. Fiel a sí mismo, Gilíes había cumplido su último vuelo sin red. Como el acróbata lleno de coraje que había sido siempre."
LAS IMÁGENES DEL ACCIDENTE
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