El 15 de abril de 1980 falleció en París el filósofo, escritor, periodista y militante político Jean-Paul Sartre. Principal representante en Francia del existencialismo, fue autor de una extensa obra de ficción. Durante la Segunda Guerra Mundial militó en la Resistencia y en 1945 fue fundador de la revista Les Temps Modernes. También es recordado por haber rechazado el Premio Nobel de Literatura en 1964. Fragmentos de Sartre y el papel del intelectual, nota de Luis Gregorich publicada el 24 de abril de 1980 en el suplemento cultura y nación del diario Clarín.
"Si el retrato acusador y desgarrado de Tolstoi expresa mejor a nuestra época que el olímpico medallón goetheano, entonces es indudable que acaba de morir el mayor 'intelectual' contemporáneo. Jean-Paul Sartre, testigo insobornable antes que guardián del templo, ha sido protagonista, no solo de los grandes episodios de la crisis de la conciencia europea en los últimos cuarenta años, sino también de las convulsiones política y sociales que su patria, Francia, experimentó en ese lapso. Después de Sartre, no se trata de saber si el coraje civil y el 'compromiso' son ingredientes constitutivos de un intelectual: solo hay que averiguar cuánto se tiene de ellos para merecer tal nombre.
Hizo todo, abarcó todo; no representa a nuestro tiempo, es nuestro tiempo, y si dentro de siglos su obra fuera la única en escapar a un holocausto de papel impreso, de todos modos bastaría para reconstruir este período contradictorio y complejo. El existencialismo tal como él lo concibió, con la desnuda experiencia de la libertad y del 'ser en-sí', fue su repuesta a las blanduras del bergsonismo y a la enajenación de la intelligentsia prebélica. Después, poco a poco, consideró que el marxismo era el saber que daba cuenta de la época actual, pero no dejó de condenar a los regímenes reales que pretendían ser la encarnación de ese saber. En sus relatos y en su ciclo de novelas, en La náusea y El muro, trazó la disolución de un mundo y las irreversibles opciones de quienes lo habitaban. En sus obras de teatro, indagó el tema de la libertad y la moralidad humanas concretas (Las moscas) y el de la opacidad e incomunicabilidad de una conciencia frente a otra (A puertas cerradas), además de condenar o satirizar el racismo (La mujerzuela respetuosa), las contradicciones entre la práctica política y la teoría (Las manos sucias), la gran prensa anticomunista (Los secuestrados de Altona). En su proteica masa de ensayos examinó la literatura y la política, la filosofía y la vida social: Dos Passos, Faulkner, Camus, Mallarmé, Baudelaire, Mauriac, Sengher (para no mencionar los monumentales obras sobre Genet y Flaubert), pero también De Gaulle, el psicoanálisis, el fantasma de Stalin, el 'socialismo que venía del frío' (contra la invasión de Checoslovaquia), el enjuiciamiento del antisemitismo y la defensa de todas las minorías perseguidas... También, junto a los libros, están la Resistencia, la militancia contra la guerra de Argelia, el Tribunal Russell, la denuncia del stalinismo y las luchas de la vejez junto a pequeños grupos de jóvenes ultracontestatarios.
¿Qué otra cosa es un intelectual? Él mismo lo opuso -se opuso- a los meros 'técnicos del saber' y definió su propia tarea como la mezcla de una fidelidad y de una permanente actitud crítica y autocrítica. Un intelectual es 'alguien que se mete en lo que no le concierne', es decir, en lo que le concierne más profundamente. Un sabio no es 'intelectual' mientras se limita a su trabajo en el laboratorio de investigación; pero empieza a serlo cuando se interroga sobre el sentido social y político de su trabajo. Irrisorio, improductivo, no aceptado por el Poder (salvo que consienta en ser su lenguaraz) ni por los estratos populares (que desconfían de él), el intelectual busca, sin falsas esperanzas, lo universal: pero no lo universal abstracto sino lo universal concreto, el hombre que se está haciendo, la libertad.
Lejos de ser un pesimista o un pensador que propugna la desesperanza -tal como lo proclamaron en estos días algunas superficiales interpretaciones que desconocen la letra de su obra y el sentido de su vida-, fue un incorregible optimista que rescató siempre el valor inalienable e irreductible de la libertad humana y terminó postulando la experiencia concreta de la fraternidad entre los hombres. Es curioso que quienes hoy le atribuyen ser uno de los maestros del 'nihilismo' actual sean precisamente los ideólogos y los bufones de una derecha apocalíptica que proclama, ella sí, la 'decadencia' de Occidente y el derrumbe de la civilización, y que en nombre de grandes principios abstractos no ha vacilado en encubrir el genocidio y la guerra. Por lo menos a Sartre no se le podrá reprochar esa incoherencia.
Alguna vez soñó con ser el intelectual 'orgánico' de una clase o de un partido, así como los filósofos racionalistas del siglo XVIII parecían haber tomado a su cargo la ideología ascendente y enérgica de la burguesía, pero terminó por comprender que esa elección no dependía del intelectual mismo y que, forzada, podía resultar nefasta y contraproducente. En sus últimos años, llegó a decir que lo que él llamaba intelectual era 'la mala conciencia' y que, en cuanto tal, debía suprimirse. Fue un error, como los muchos que cometió por moverse siempre y no ser nunca igual a sí mismo, y menos a lo que los demás esperaban de él. En cambio, una definición involuntaria estampada al final de Las palabras define modesta y exactamente lo que quiso alcanzar y lo que un intelectual auténtico debería querer ser: 'Todo un hombre, hecho de todos los hombres y que vale lo que todos y lo que cualquiera de ellos'.
Un mundo en el que las ideologías cuentan cada vez menos y donde los regímenes políticos enemigos se parecen cada vez más, un mundo que en todo caso procurará rehacerse a partir de la tecnología, la cibernética y los viajes al espacio exterior, un mundo que oscila entre el chantaje nuclear y las delicias del consumo, quizá sepa prescindir de los intelectuales. A lo sumo, los transformará en algo que hoy no podemos imaginar. Mientras tanto, debe despedirse con honor al último de los intelectuales de nuestro propio tiempo, a ese hombrecito feo y casi ciego que seguirá polemizando, desde la memoria, con la injusticia, con la estupidez y con la santificación del poder y del dinero."
Entrevista a Sartre:
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