A 50 AÑOS DE LA MUERTE DE MOLINA CAMPOS
El 16 de noviembre de 1959 falleció el dibujante argentino Florencio Molina Campos, autor de las ilustraciones camperas de los calendarios Alpargatas, su obra más difundida. También ilustró los almanaques de la firma estadounidense Mineapolis-Moline, además de afiches, estampillas y naipes. En 1942 fue contratado por los Estudios Disney para tres películas ambientadas en la Argentina y basadas en su obra. Fragmentos de Molina Campos pintor de gauchos o sencillito y de alpargatas, nota de Roberto Hudson publicada en la revista Superhumor, Nº 8 de julio de 1981.
"El as de oros, un patacón; el de bastos, un rebenque; el de copas, un mate. El de espadas, un facón. Así, con ese peculiar, saludable y tenaz desprecio por el desprecio -ustedes me entienden- Florencio Molina Campos salía a conquistar apuestas a su favor con ese inédito naipe criollo y desde el mismísimo boliche. 'Todas negras', diría un truquero mirando resignado pero ufano un 'patrón' con 12 en una esquina; un gaucho ceñudo sobre un caballo también ceñudo y una sota que quedó en proyecto, abierta la incógnita por un tape o una chinita, nadie lo sabrá jamás.
Molina Campos no se quedó en alpargatas. Fue al encuentro del hombre con un sencillito, humilde y mágico mazo de naipes que nunca nadie se animó a producir a pesar de que la partida estaba ganada de antemano. Era uno de sus sueños, quizás como ese sueño tardío y denso que la pampa derrochaba en cada siesta y que él agarró, con sus témperas jineteando un pincel flaco y crinudo como sus caballos y depositó en unos papeles blancos que se fueron haciendo ocres y plomizos, y descarnados patéticos y muy bellos.
Porque Molina Campos no sólo metió el cielo en la pampa en medio de sus acrisolados y turbios gauchos sino que lo pastoreó en cuadritos sin solemnidad, llenos de tensas atmósferas azuladas por la tormenta y pajonales irreverentes. Porque pudo saber que los preferidos, ya casi en el final de su vida, allá por quince días antes de morir, fueron para él estos paisajitos solitarios donde sólo habitaban ese enorme silencio y esa anchísima soledad de nuestras pampas. Porque, en esos cuadritos, la tierra es sólo una lonja angosta que sostiene un incestuoso encuentro con un cielo puro cielo. Cuestión de verlo.
(...)
Pero todo esto es mera anécdota si no nos detenemos en pensar que Molina Campos eligió, decidió hacer los almanaques de Alpargatas y los afiches que difundieron su visión y su cultura por hasta el más escondido rincón del mapa del país. Porque esto sí es claro: él sabía -no podía ignorarlo- que el trabajo multiplicado (hoy diríamos 'seriado'), destinado a la gente de toda condición, al pueblo, lo haría llegar a ser el imprescindible narrador que alcanzara a todos: testigo, testimonio y portador de un espíritu sin retóricas que se multiplica sin debilitarse, casi como los panes y los peces, para alimentar una necesidad que no es exclusivo patrimonio de una élite.
Yo recuerdo a un muchachito de siete años, o tal vez seis, que en una casi inexistente estación de ferrocarril de un remotísimo lugar de San Luis que se llamaba Huejeda -estación, puesto y algarrobos y chañares- la siesta toda para él solo, se pasaba los ratos y los ratos mirando hasta el último detalle un afiche que el sol iba haciendo cada vez más claro hasta desteñirlo con una increíble lluvia de verano, y otro afiche, bajo la galería del andén, jugosamente colorido. Un gaucho con su taba, en uno; un jinete con su caballo de anchos vasos, cabezón y de crines recortadas cabalgando eternamente hacia el vacío de la siesta, en el otro. Al pie y arriba se postulaban dos alpargatas: Rueda y Luna. Y el muchachito de seis años, a poco, dibujaba empeñosamente ese maravilloso y mitológico overo, bastante parecido al que le prestaban los domingos en 'el puesto' de ahí a dos leguas. Y todavía conservo algunos de esos iniciales trazos. (...)
Y no me vengan con historietas
Pero no todo es sabido, siempre un artista guarda en su manga, aun después de la apariencia de su despedida definitiva, algo. Algo de alguna manera íntimo, recóndito, esperanzado. Molina Campos, además de lo sabido acerca de sus colaboraciones para Disney con referencia a temas nuestros, dejó -yo la encontré casi oculta en una vitrina del Museo- una incipiente historieta. Una tira. Un intento. Lo publicamos, fundamentalmente, por su valor documental. Y porque esa búsqueda solitaria y añeja -debió ser dibujada por el '30-, es absolutamente coherente con su pensamiento al optar por el destino multitudinario y popular de sus trabajos.
'Picapiedras' a la criolla
Décadas antes que Hanna-Barbera, ya nuestro Molina Campos en su serie Vernissage, que realizó para La Razón entre 1926 y 1930, había imaginado, jugado, dibujado, unos porteñísimos y/o camperos picapiedras -que en el fondo no hay grandes diferencias-. Eran personajes habitantes de un singular mundo de la edad de piedra donde escenas de su actualidad cobraban una tan satírica como cómica presencia contemporánea. Donde un dinosaurio era, en efecto, montura de un taparrábico jinete. Donde se bailaba desde un tango canyengue hasta jazz, pasando por una chacarera polvorienta. En un simple y cristalino universo de palmeras y de enormes piedras, con holgadas canchas donde un ciudadano prehistórico-histórico jugaba, en arcos de dólmenes recios, un eterno partido de fútbol o bien, caballeros de antiguas cabalgaduras saurias corrían por alcanzar la diminuta pelotita de polo.
La cantina, una bicicleta de ortodoxa fabricación prediluviana, una tribuna pétrea habitaban -habitan- junto a breves frases en globo que se quejan, unas, del snobismo de quienes arrasaban de modernidad; otras, del desenfreno de los cultores de una andanada jazzística. Reflexiones suscintas, divertidas, alocadas, agudas; tragedias apenas disimuladas, con extrañísimos trozos de miembros amputados esparcidos por un territorio donde la imaginación se contrae hasta un pasado ultraterremoto y se distiende hacia un futuro tan inmediato que se toca".
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"El as de oros, un patacón; el de bastos, un rebenque; el de copas, un mate. El de espadas, un facón. Así, con ese peculiar, saludable y tenaz desprecio por el desprecio -ustedes me entienden- Florencio Molina Campos salía a conquistar apuestas a su favor con ese inédito naipe criollo y desde el mismísimo boliche. 'Todas negras', diría un truquero mirando resignado pero ufano un 'patrón' con 12 en una esquina; un gaucho ceñudo sobre un caballo también ceñudo y una sota que quedó en proyecto, abierta la incógnita por un tape o una chinita, nadie lo sabrá jamás.
Molina Campos no se quedó en alpargatas. Fue al encuentro del hombre con un sencillito, humilde y mágico mazo de naipes que nunca nadie se animó a producir a pesar de que la partida estaba ganada de antemano. Era uno de sus sueños, quizás como ese sueño tardío y denso que la pampa derrochaba en cada siesta y que él agarró, con sus témperas jineteando un pincel flaco y crinudo como sus caballos y depositó en unos papeles blancos que se fueron haciendo ocres y plomizos, y descarnados patéticos y muy bellos.
Porque Molina Campos no sólo metió el cielo en la pampa en medio de sus acrisolados y turbios gauchos sino que lo pastoreó en cuadritos sin solemnidad, llenos de tensas atmósferas azuladas por la tormenta y pajonales irreverentes. Porque pudo saber que los preferidos, ya casi en el final de su vida, allá por quince días antes de morir, fueron para él estos paisajitos solitarios donde sólo habitaban ese enorme silencio y esa anchísima soledad de nuestras pampas. Porque, en esos cuadritos, la tierra es sólo una lonja angosta que sostiene un incestuoso encuentro con un cielo puro cielo. Cuestión de verlo.
(...)
Pero todo esto es mera anécdota si no nos detenemos en pensar que Molina Campos eligió, decidió hacer los almanaques de Alpargatas y los afiches que difundieron su visión y su cultura por hasta el más escondido rincón del mapa del país. Porque esto sí es claro: él sabía -no podía ignorarlo- que el trabajo multiplicado (hoy diríamos 'seriado'), destinado a la gente de toda condición, al pueblo, lo haría llegar a ser el imprescindible narrador que alcanzara a todos: testigo, testimonio y portador de un espíritu sin retóricas que se multiplica sin debilitarse, casi como los panes y los peces, para alimentar una necesidad que no es exclusivo patrimonio de una élite.
Yo recuerdo a un muchachito de siete años, o tal vez seis, que en una casi inexistente estación de ferrocarril de un remotísimo lugar de San Luis que se llamaba Huejeda -estación, puesto y algarrobos y chañares- la siesta toda para él solo, se pasaba los ratos y los ratos mirando hasta el último detalle un afiche que el sol iba haciendo cada vez más claro hasta desteñirlo con una increíble lluvia de verano, y otro afiche, bajo la galería del andén, jugosamente colorido. Un gaucho con su taba, en uno; un jinete con su caballo de anchos vasos, cabezón y de crines recortadas cabalgando eternamente hacia el vacío de la siesta, en el otro. Al pie y arriba se postulaban dos alpargatas: Rueda y Luna. Y el muchachito de seis años, a poco, dibujaba empeñosamente ese maravilloso y mitológico overo, bastante parecido al que le prestaban los domingos en 'el puesto' de ahí a dos leguas. Y todavía conservo algunos de esos iniciales trazos. (...)
Y no me vengan con historietas
Pero no todo es sabido, siempre un artista guarda en su manga, aun después de la apariencia de su despedida definitiva, algo. Algo de alguna manera íntimo, recóndito, esperanzado. Molina Campos, además de lo sabido acerca de sus colaboraciones para Disney con referencia a temas nuestros, dejó -yo la encontré casi oculta en una vitrina del Museo- una incipiente historieta. Una tira. Un intento. Lo publicamos, fundamentalmente, por su valor documental. Y porque esa búsqueda solitaria y añeja -debió ser dibujada por el '30-, es absolutamente coherente con su pensamiento al optar por el destino multitudinario y popular de sus trabajos.
'Picapiedras' a la criolla
Décadas antes que Hanna-Barbera, ya nuestro Molina Campos en su serie Vernissage, que realizó para La Razón entre 1926 y 1930, había imaginado, jugado, dibujado, unos porteñísimos y/o camperos picapiedras -que en el fondo no hay grandes diferencias-. Eran personajes habitantes de un singular mundo de la edad de piedra donde escenas de su actualidad cobraban una tan satírica como cómica presencia contemporánea. Donde un dinosaurio era, en efecto, montura de un taparrábico jinete. Donde se bailaba desde un tango canyengue hasta jazz, pasando por una chacarera polvorienta. En un simple y cristalino universo de palmeras y de enormes piedras, con holgadas canchas donde un ciudadano prehistórico-histórico jugaba, en arcos de dólmenes recios, un eterno partido de fútbol o bien, caballeros de antiguas cabalgaduras saurias corrían por alcanzar la diminuta pelotita de polo.
La cantina, una bicicleta de ortodoxa fabricación prediluviana, una tribuna pétrea habitaban -habitan- junto a breves frases en globo que se quejan, unas, del snobismo de quienes arrasaban de modernidad; otras, del desenfreno de los cultores de una andanada jazzística. Reflexiones suscintas, divertidas, alocadas, agudas; tragedias apenas disimuladas, con extrañísimos trozos de miembros amputados esparcidos por un territorio donde la imaginación se contrae hasta un pasado ultraterremoto y se distiende hacia un futuro tan inmediato que se toca".
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