El 2 septiembre de 1939 nació en la provincia de Mendoza, Argentina, el boxeador Nicolino Locche. Fue campeón mundial de la categoría superliviano y afamado por sus reflejos que combinaba con una depurada técnica. La Ciudad de Buenos Aires se paralizaba cuando “El Intocable” subía al cuadrilátero del estadio Luna Park. El recuerdo del boxeador, que falleció el 7 de septiembre de 2005, con una nota de El Gráfico.
Fragmento de una nota de El Veco, publicada en la edición nº 2556 de la revista El Gráfico, del 1 de octubre de 1968.
LA MENDOZA DE LOCCHE
“‘Yo le entrego a mi hijo, don Paco…, yo sé que usted es una persona de bien’. Francisco Bermúdez, el único argentino de una familia andaluza, ex campeón mendocino de boxeo, ex centrodelantero de Jorge Newbery, creador de una escuela boxística con sello propio, lo miró de arriba abajo. Nicolino tenía 7 años y en la manga de su camisa pobre se pintaba la lágrima de un luto. Su padre, Felipe Locche, siciliano, de Messina, al igual que la madre, zapatero, más tarde suboficial del regimiento ‘Zapadores de Montaña’, había fallecido unos meses atrás, dejando una dorada herencia de trabajo, rectitud y manos bien lavadas. Cuando Locche irrumpe en el ‘Mocoroa Boxing Club’, la tutela paterna cambia de nombre y se abre esta carrera singular donde el sudor del gimnasio se hizo tinta buena para que Nico, el poeta del ring, nos entregara sus versos enguantados.
Hoy, a los 29 años, Francisco Bermúdez afirma que sigue siendo, el mismo niño ‘vivaracho’, con un crónico apego por las horas libres, con una sed de presente que agota el vaso de su vida como si fuera la última jornada, como si el sol de mañana nunca importara en ningún sentido, como si el ‘vive como quieras’ sólo se prolongara hasta las doce campanadas de la medianoche.
A las 9 de la mañana el bocinazo de su Torino nos llamó frente al Hotel Alcor y diez minutos después, en un día de bruma, recorríamos la ciudad de su infancia, zigzagueante, como su boxeo, donde quedaron tres años de escuela, y sucesivos empleos de gasista, carpintero, cromador, cadete de cualquier ramo, con una antigüedad en cada tarea que no iba más allá de meses, porque pronto llegaba la renuncia de sus brazos quietos.
Fue arquero en los ‘picados’, jugador de básquet en el ‘Juventud Mendocina’, callejeros de muchos años. Locche no ha leído un solo libro importante; no le interesan hoy ni le interesaron ayer. En las muchas horas que hemos pasado juntos en estos últimos tiempos, creemos por encima de todo que a nada le da una trascendencia definitiva, que nada lo retiene demasiado, que jamás echa el ancla en ninguna parte.
Ese pasar por el mundo sobre algodones, andando sobre cien huellas, se representa en su niñez sin brío, casi de letargo permanente. La madre lo recuerda como un gran dormilón, que se quedaba entre sábanas hasta el mediodía, que comía en la cama –su pobreza fue de plato lleno- y que seguía en la cama hasta las cuatro de la tarde, para entonces tomar su pequeña valija de madera y llegar al ‘Mocoroa’ para admirar los movimientos de Cirilo Gil y escuchar los consejos de Paco.
El campo de entrenamiento de Bermúdez tiene algo de peña. Cirilo vivía a tres cuadras; Francisco Gelabert (‘ése pudo ser el mejor de todos’) a pocos metros, y para Locche también era el centro de la visita diaria, la segunda casa que fue para los otros dos y a la que Gelabert, ya retirado, sigue concurriendo impulsado por la comodidad de una amistad plena.
Allí, entre las paredes estrechas del ‘Mocoroa’, aprendió a pararse en un ring, mientras los ojos se fijaban en el movimiento de Cirilo, en la contemplación admirada de aquel muchacho que ya empezaba a ser, en aquel espejo de luna brillante donde se achicaba su ignorancia. El Torino se detiene en una calle de tierra firme, con pedregullo protector, en esta primavera de 1968, saltando dos décadas. La madre, Nicotina Devenditti, está en el fondo. Horno de barro en el patio, con manos que hacían desde el pan de todos los días hasta las tortas de algunos pocos. Hay una pajarera grande en la entrada, llena de cantos, repleta de colores, retumbando vida.
(…)
Bermúdez, en una tertulia de media tarde, nos dice que ‘la primera hilacha grande’ la mostró cuando le ganó a Giné, cortándole un título de invicto de 96 peleas, aunque había vislumbrado algo cuando hizo guante con Fred Galiana y el español no podía creer que Nicolino sólo tuviera dos combates como profesional en aquel momento. ‘Ahora –Locche está a tres metros- este «granuja» se va a tener que entrenar como nunca’. Y el «granuja» es un cordial reproche que se deshace en dos sonrisas al chocar en el rostro del ‘Intocable’. Suena el teléfono, atiende Nico en un salto y su voz sigue la jarana: ‘Aquí escuela de campeones, ¿con quién quiere hablar?...’
En lo alto de la pared, grisados por el polvo de siete años, dos guantes parecen presidir la escena. El plumero de un voluntario clarifica las inscripciones: ‘Locche a Bermúdez, recuerdo de su match frente a Giné, donde obtuvo el título argentino, diciembre 1961’.
Nico y don Paco. El gran travieso frente a su tutor, con ese respeto que le impide desatar sus travesuras delante de él, y que es cigarrillo (‘deje que pite que ahora viene la concentración más larga del mundo’) fumando a escondidas, con prudencia de bautismo de pantalones largos; que es ese ‘pregúntele a don Paco’ antes de aceptar una invitación para oír a Goyeneche en la antesala de la primera hora del dulce sacrificio que puede llevar al título mundial”.
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