15.3.12

Política nacional

A 20 AÑOS DEL ATENTADO A LA EMBAJADA DE ISRAEL
El 17 de marzo de 1992 una explosión destruyó el edificio de la embajada de Israel en Buenos Aires. Minutos antes de las 15, un vehículo estalló frente al 910 de la calle Arroyo causando la muerte de 29 personas y centenares de heridos. Pese a los veinte años transcurridos, jamás se encontró a los responsables. Una visión de los hechos, en Entre los sentimientos y la cobertura periodística, nota de Diego Rosemberg en la revista Nueva Sión, nº752 del 27 de marzo de 1992.






“El manual del buen periodista señala que un correcto profesional debe tomar suficiente distancia de los hechos como para no involucrarse en ellos, que tiene que informar lo que ve, abstenerse de escribir en primera persona y jamás demostrar sus sentimientos, ya que su función es dar a conocer qué pasó en la sociedad y no qué le sucedió a él particularmen­te.
Con las normas de trabajo bien claras, este cronista, partió hacia la embajada de Israel minutos después del atentado. La primera imagen con la que se topó: dos policías transportando un cadáver hacia la comisa­ría ubicada a ciento cincuenta metros del edificio derruido. La segunda: una asistente de Defensa Civil intentando consolar a un hombre convulsionado, que lloraba desesperado y clamaba saber sobre el paradero de su hermano.
Fue suficiente para que un nudo se instale en la garganta apenas segundos de haber llegado. Los ojos -irritados por el humo y el polvo que sobrevolaba- comenzaron a lubricarse más de la cuenta. Bastó para cuestio­narse si era más importante escribir en la libreta lo que había que informar o utilizar las manos para sacar escombros y tratar de ayudar. El ser humano había sobrepasado al periodista. El panorama era demasiado fuerte como para ser olvidado, el anotador era prescindible, las retinas grababan todo a fuego. Quien suscribe estas líneas debe reconocer que el ‘efecto parálisis profesio­nal’ que sufrió no invadió a todos sus colegas. La televisión complementaba sus informes con cortinas musicales propias de las películas de terror, como si hiciera falta agregarle dramatismo a la situación. Nadie reparó -en la vorágine por ser los primeros en dar la noticia- que una hora antes del atentado terminaba una conferencia de prensa dentro de la representación diplomática y por cuestión de minutos algún compañe­ro de trabajo no resultó testigo y víctima de la primicia.
Hubo casos paradigmáticos merecedores del repudio social y gremial. Por ejemplo, la periodista de ATC, Silvia Fernández Barrios -en un caso de evidente ausencia del ‘efecto parálisis profesional- se animó a gritarle ‘salí boludo, estoy filman­do’ a un policía que participaba del rescate y obstruía su visión. Un tiempo antes ya se había mandado el exabrupto de preguntarle a la esposa del embajador israelí si no había explotado un arsenal que se guardaba en los sótanos del edificio. ‘Ese es un mal chiste en un mal día’, la cortó en seco la mujer del diplomático. Más tarde (mientras todos sus compañeros le exigían silencio sutilmente: ‘las imágenes hablan por sí solas’, le decían desde el estudio) relató un operativo de salvataje a una mujer, que se la oía gemir bajo los escombros. Todos hacían absoluto silencio para escuchar de dónde venía la señal pero ella sentía la necesidad de susurrar y comentar los hechos como si fuera un partido de fútbol, sólo que, esta vez, los equipos eran la vida y la muerte.
El único canal que transmi­tió en trasnoche fue ATC. No hubo posibilidad de optar y José Gómez Fuentes, el vocero oficial de la Guerra de Malvinas, se convirtió en el narrador agregándole a la repulsión propia de la tragedia, la carga de su triste historia. No todas resultaron malas para el canal oficial. Como mérito levantó la publicidad para que ninguno de sus anunciantes se beneficie con el drama. Sin embargo, esta actitud careció de la humildad necesaria: cada cinco minutos recalcaba ‘su sensibilidad’ por no emitir tandas comerciales.
También la radio se llenó de estos personajes que pretendían ser más héroes que los voluntarios que exponían sus vidas ante la posibilidad de nuevos derrumbes. Carlos Varela, de Radio América, entre­vistó a un sinnúmero de personalidades a quienes como primera y casi única pregunta les inquiría: ‘Se verá afectada la imagen internacional argentina con todo esto: (No se animaba a llamarlo atentado)’.
Ese 17 de marzo el trabajo no fue como el de todos los días. Los acontecimientos eran muy grandes como para tomar distancia, se veía demasiado caos como para ordenar claramente las ideas. En aquel momento todo quedaba grabado a fuego, se podía prescindir de la libreta.”

Ataque a la embajada de Israel en Buenos Aires


Notas relacionadas:
17-3-1992: El ataque a la embajada de Israel (Nota de la revista Gente posteada en marzo de 2010)
18-07-1994: A 15 años del atentado a la AMIA






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