El 3 de octubre de 1964 Charles de Gaulle, presidente de Francia y héroe de la Segunda Guerra Mundial, llegó a Buenos Aires. La visita formaba parte de una gira del anciano general por diez países de América del Sur para impulsar los vínculos de Francia con la región. En el primer viaje de presidente galo al país la diplomacia se mezcló con la política local, centrada en la figura de Juan Perón, quien se encontraba exiliado en España. La visita, en tramos de La Grandeur. Charles de Gaulle en Buenos Aires, nota de la revista Primera Plana, nº 100 del 6 de octubre de 1964.
“El martes 6, por la mañana —si ningún contratiempo se opone—, el presidente de Francia deja Buenos Aires y, luego de pasar por Córdoba, abandona la Argentina. Habrá concluido, entonces, una de las visitas más resonantes de los últimos años, la que hizo bromear a un funcionario de la Cancillería: '¿Qué pasará el día en que llegue Dios?'.
Una manera de rastrear la huella de esa visita es recorrer la prensa de Buenos Aires, que le dedicó un 30 por ciento más de centimetraje que a la de otro militar, el general Dwight Eisenhower (1960), y fluctuó entre el entusiasmo: (La Nación citó a Lamartine, Clarín editó un suplemento de 33 páginas) y la frialdad (La Prensa, La Razón). Sin embargo, como una inesperada muestra de respeto, la mayoría de los diarios desplazó al único tema exterior de la gira que suscitaba preocupaciones: el recibimiento peronista. Salvo un filoso título de, Crónica ('A pesar de todo, el pueblo, aclamó a Charles de Gaulle'). y las gruesas letras de la portada, del Buenos Aires Herald ('Tumultuosa bienvenida'), los demás rotativos prefirieron conceder poca importancia a la noticia. La excepción la marcó Clarín, con su vehemente repudio semieditorial del domingo 4, donde calificó de 'electorera, burda, mezquina y torpe' a la actitud de los grupos peronistas. La vehemencia también fue ejercida, pero contra de Gaulle, por otros órganos de expresión no comerciales: quizá el índice mayor lo alcanzó la conservadora revista El Príncipe, que lanzó sobre la visita del mandatario francés su número de setiembre, bajo el título 'Charles I emperador del Tercer Mundo'. Mientras los adherentes justicialistas aclamaban en las calles al tercerismo, El Príncipe lo llamaba 'la última, la más grande de las traiciones, la traición de Occidente', y se refería a de Gaulle así: 'Este pobre orate ha dado en creerse predestinado a salvar la civilización europea de los asaltos del imperialismo norteamericano y del materialismo soviético.'
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El dibujante Tim, de L'Express, describe siempre a un Charles de Gaulle enjuto, con aire de viejo cascarrabias, abrumado por el peso de un abdomen que golpea nerviosamente; en esas caricaturas, los trajes civiles suelen colgarle sobre las flojas carnes como una bolsa, con aspecto de esa ropa prestada que camina en una dirección diferente de la del cuerpo. La imagen que recogió Buenos Aires estos tres últimos días fue la misma, pero había cierto fuego dentro de ella que no percibió el ojo maligno de Tim: por de pronto, el metro 98 del General oculta una memoria probablemente infinita. Aprende sus discursos con tanta prolijidad, que los legisladores argentinos no consiguieron descubrir el sábado, en el Congreso, ni un punto o una coma de más entre lo que de Gaulle decía y lo que estaba mimeografiado delante de sus ojos, en cada pupitre. A la vez, advirtieron que no sabe disimular la impaciencia: si hay que medir por los golpes de sus dos manos sobre el vientre, quince o veinte veces, por su cara de agotamiento y fastidio, el discurso del vicepresidente Perette debió de volvérsele insoportable en los diez minutos finales. Lo hizo notar a los demás casi en seguida, en el Salón Azul del Congreso, cuando con su insolencia seca, a veces admirable, se desentendió de Perette y descargó toda su atención sobre el doctor Mor Roig, presidente de la Cámara de Diputados, forzando al orador de media hora antes a pretextar una indisposición.
La impaciencia, en de Gaulle, es también una forma de la brusquedad: cada vez que su interlocutor carecía de importancia política, su cara se desviaba hacia cualquier parte; en el Congreso, se sentó inmediatamente después de hablar, y respondió a la ovación levantándose como un resorte, musitando merci con una voz mecánica, despegada de sí mismo.
Los seis agentes que llegaron para custodiarlo, todos fabulosos tiradores, ya están habituados a que el Viejo quiebre el protocolo cuando se le ocurre, esfumándose entre la multitud (como el domingo, en la plaza San Martín) o dejándose abrazar por la gente sin acordarse de que sus ojos, ya dos veces operados, están al borde de la ceguera. Entonces, dos de los policías se cierran a su lado; como un anillo, y dejan que otros tres se distribuyan a un par de metros, para atisbar las reacciones de la gente.
Para de Gaulle —cuya sangre corresponde al raro grupo ORH negativo—, es quizá una diversión burlarlos, enfrentarlos a lo imprevisto; pero es un juego en el que los hombres de la Sureté ya están largamente ensayados: en plaza Francia, o en la Catedral de Buenos Aires, ver cómo sus manos se distendían sobre las empuñaduras de los revólveres ocultos bajo el saco, fue otro de los espectáculos engendrados por la visita.
También cuando se encerró para conversar con el presidente Illia, el General frecuentó el azar; el intérprete que los acompañaba sólo tradujo las palabras del argentino; éste, demostró entender el francés calmoso y perfecto del viejo combatiente. 'Parecían dos antiguos amigos dejándose embeber por sus recuerdos comunes', comentó un testigo.
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El peronismo utilizó a Charles de Gaulle como pretexto para un recuento globular de sus fuerzas y para una demostración antigubernista, operaciones cuidadosamente preparadas, vocingleras y compactas, pero exiguas frente a los cálculos que los dirigentes se habían trazado y al temor que despertaron en muchos sectores. Un balance de la estrepitosa jornada del sábado arroja estas conclusiones finales: 'Si el peronismo trató de brindar una impresionante manifestación de vigor colectivo, fracasó.
Si sólo trató de evidenciar la solidez de sus cuadros, lo logró. Ningún partido político parece capaz de volcar en la calle a 20.000 activistas (7.000, según algunos; 500, según los más encarnizados opositores) aullando desde las 10 de la mañana hasta las 7 de la tarde en un caso así.
Las manifestaciones —bordeadas por ataques a la policía, rotura de vidrios y otros desmanes— probaron que cuando la represión previa deja al peronismo sin propaganda y sin adherentes, intimidados éstos o disueltos, sólo queda en pie la armazón partidaria; el sábado 3 fueron los gremialistas de las 62 Organizaciones. Los simpatizantes se quedan en sus casas. Además, a los simpatizantes todavía les extraña el pedido de salir a vitorear a un anciano presidente francés: para ellos, fue algo así como una voltereta ideológica confusa, extraña, difícil de cumplir.
En la noche del viernes 2, el aparato se puso en funcionamiento: la Junta Metropolitana del Justicialismo, reunida con los presidentes de las 20 secciones, decidió que los afiliados convergieran sobre el Aeroparque (no en los lugares anteriormente previstos) en grupos pequeños. Así, a las 8 de la mañana del sábado, los manifestantes se agruparon en las puertas de los locales seccionales hasta que, a eso de las 10, la primera cabeza de columna se insinuó a golpes de bombo en la plaza Once.
Los dirigentes se apostaron en el séptimo piso del hotel Plaza Francia (entre otros: Cafiero, Lazcano, Kairuz, Faerman, Rodríguez). En el Aeroparque y en plaza Francia, los núcleos peronistas hicieron notar su presencia. Luego se encaminaron hacia la plaza de Mayo, entre gritos y cantos ('Qué risa, qué pena, la contra se envenena'; 'Sube la papa, sube el carbón, baja el viejito, sube Perón'). Augusto Vandor se unió a la columna, mientras algunos de los efectivos se retiraban. En Plaza de Mayo no cesaron los gritos, pero muchos militantes se sentaron sobre el césped, se quitaron los zapatos, buscaron la leve sombra de las palmeras y algunos, inclusive, quedaron en paños menores. Después se dirigieron a plaza del Congreso, chocaron con la policía, hubo gases y ocho disparos de armas de fuego. 'Ils sont vraiement hardies ces flics, n'est'ce pas?' (Qué vigilantes atrevidos), comentó Herman Maville, corresponsal de France Soir.”
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