27.9.10

Política internacional

HACE 40 AÑOS MORÍA NASSER
El 28 de septiembre de 1970 falleció de un ataque cardíaco Gamal Abdel Nasser, presidente egipcio y principal figura árabe de su época. Militar de profesión, en 1952 fue uno de los líderes de la revolución que derrocó al rey Faruk y proclamó la república. Impulsó el Movimiento de Países No Alineados junto a Tito y Nehru, y en 1956 se enfrentó con Francia, Gran Bretaña e Israel por la nacionalización del canal de Suez. Desde ese momento se convirtió en el principal referente del panarabismo, de orientación socialista y populista. Tramos de La herencia de Nasser, nota de Armando Puente publicada en la revista Primera Plana, nº 401 del 6 de octubre de 1970.




   "Entraba la comitiva en el puente de El Tahrir, sobre el Nilo, bordeando la cornisa ribereña hasta la sede de la Unión Socialista Árabe cuando explotó literalmente la caravana. Arrasado por la marea -ni siquiera pudieron contenerla los 50 mil guardias compungidos-, el féretro de Nasser avanzó delante de tres millones de hombres y mujeres hecha jirones la bandera que lo cubría. Primero salvó la plaza Ramses, los sectores de Al Bassia y El Maamir; atrás, pisoteados, barridos, quedaron 17 jefes de Estado, nueve Primeros Ministros, dos Vicepresidentes y docenas de Ministros, Los soldados marchaban entre la multitud, en fila de uno, levantando sus fusiles, mientras el gentío arrollaba a los seis caballos negros que arrastraban la cureña. Como en un extraño fenómeno de levitación, el Rais flotaba sobre su pueblo, se despedía.
   En la mañana del jueves pasado, un helicóptero con nueve acompañantes despegó del Palacio Kubbah, rumbo a la isla Gezira, en el Nilo, donde en 1952 se inició la sublevación contra Faruk. Al descubrir el ataúd, la muchedumbre exclamó: 'Nasser no ha muerto; ¿por qué nos dicen que ha muerto?' Cada grito perforaba el cielo, exigía una bendición. Ya nada era posible; sólo cabía llorar.
   Durante el velatorio -por tradición no se pudo ver el cuerpo-, los delegados extranjeros firmaban libros alusivos. Imponentes hileras de fellahins (campesinos) se turnaban en el Palacio, convertido en capilla ardiente desde el lunes 28. Por las noches, se apiñaban frente a los altos muros alrededor de los retratos del muerto; voces desgarradoras herían el murmullo del rezo, sollozos de escolares contagiaban la tristeza de un pueblo.
   Todo estaba cerrado. En el aeropuerto, la cara desencajada de los empleados insinuaba el estupor, los efectos de la tragedia. Por las radios sólo se escuchaba música sacra y versículos del Corán. En los diarios, copiosas biografías del líder rodeaban las últimas fotografías obtenidas en la conferencia que sellara la paz entre jordanos y palestinos.
   «¿Cómo estás?, le pregunté por teléfono, media hora después que terminara la reunión árabe. Con voz cansada, me respondió: 'Creo que necesito un largo sueño'. Luego cortamos.» Era el relato de Ali Sabry, uno de sus compañeros -su posible sucesor- en un corrillo diplomático. «Una hora y media después, bueno, ustedes ya saben...», gimió. Una trombosis coronaria había derribado a Nasser, segando esa vida que los médicos de cabecera, tantas veces, limitaron en el tiempo.
   Llegado para las exequias, el Rey Hussein declamó: 'Sus últimos esfuerzos fueron para cicatrizar las heridas de nuestra crisis; su pérdida nunca podrá ser cicatrizada'. Allí delante, las facciones vencidas y los ojos con sueño, Yasser Arafat asentía con la cabeza. Esa muerte iniciaba un nuevo capítulo -quizás pacífico, se quisiera soñar- en el castigado Medio Oriente.
   Estaban los obreros de Assiut, los estudiantes de Azar, los trabajadores de Heoluan, los portuarios de Alejandría; desde el lunes erraban por las calles de El Cairo, sin saber adonde iban. El trenes gratuitos o camiones -costumbre que se clausuró el miércoles por miedo a las avalanchas- llegaron en grupos de 30, 50 o cien. Repartidos por sindicatos o colegios, con sus mejores ropas, las mujeres con el rostro embetunado, portaban brazaletes negros y pancartas. Casi todas decían lo mismo: 'No puedes morir, eres el amado de Alá'. Sobre los hombros de los cortejos, los aurigas dirigían los contingentes y los gritos; en las columnas femeninas, las más dramáticas, algunas lloraban como si hubieran perdido a su esposo, su hijo, su padre; caían de rodillas y se revolcaban en el polvo; exclamaban Yuyu y se arrancaban los cabellos.
(...)
¿Para quién el poder?
   Nasser jugaba en los últimos tiempos con la idea de un colegiado: pero en el Medio Oriente rige el axioma escéptico de que 'todo cuerpo colegiado con más de un miembro, fracasa'.
   En todo caso, resultará problemático reconstruir una autoridad personalista; la Revolución árabe volverá a nutrirse de sus propias vacilaciones, ese yacimiento permanente de inseguridad que, por contraste, representa una de sus vetas más fértiles.
   El comité ejecutivo de los Oficiales Libres que en 1952 derrocaron la monarquía es, desde luego, el padrón más socorrido para encontrar al hombre. Con la excepción de algunos purgados por causas políticas, y dos o tres defunciones espontáneas, han retenido resortes elementales de Gobierno; poco podría hacerse sin ellos, difícilmente contra ellos. Casi todos sufrieron accidentes cardíacos con la muerte; los árabes son emocionales violentos. Un conducto invisible oprime al mismo tiempo sus aurículas, sus lacrimales y su cerebro; la multitud llorosa que el jueves se apretujaba tumultuosamente en las avenidas de El Cairo, no recuperará el ánimo en mucho tiempo.
   El Vicepresidente Anwar El Sadat, alto, de esbelta figura, cincuentón, con un pasado beato, es también un arabista ilustrado y orador de grácil estilo. Hace un cuarto de siglo, confabulaba con Nasser para dinamitar edificios; lo acompañó más de una vez, en aquellas ejecuciones nocturnas que seguían erizando la piel del Rais, muchos tiempo después. Ahora, el Sadat podría capitanear una dirección colectiva del Estado, peldaño intermedio para consolidar otro Gobierno personal.
(...)
   Los israelíes, empero, temen que el heredero de Nasser sea el general Mohammed Fawzi, interlocutor privilegiado de los rusos y nasserista a libro cerrado: fue el encargado de brindar la bienvenida a los jerarcas soviéticos Kossyguin y Podgorny en el aeropuerto de El Cairo, y estrechó con ellos una relación activa. Dirigió las fuerzas expedicionarias egipcias en el Yemen, y tuvo a su cargo la reorganización del Ejército después del descalabro con Israel.
   En la lista de posibles herederos se inscribe el periodista Hasanein Heykal, director del diario Al Ahram y Ministro de Orientación Nacional: confidente de Nasser, se había permitido secundarlo en algunas conversiones de su régimen, como la desnacionalización de las empresas medianas y pequeñas, una tarea combinada con el Banco Central de Egipto, que explicó desde su periódico este año.
   El artículo 110 de la Constitución contempla el caso de sustitución del Presidente por muerte, enfermedad o incapacidad; confía entonces el rango al Vicepresidente primero. El mismo precepto otorga a la Asamblea Nacional un plazo de sesenta días para elegir nuevo Presidente por mayoría de dos tercios.
   Nasser acompañó su tiempo histórico con una precisión cronométrica. Hasta su muerte, sin agonía, fulminado por un rayo, como un árbol entero y vital, podría esconder la clave del Medio Oriente. Sólo retenía su magistral aptitud de mediador: pero el Levante estalla por todas sus costuras, y la sangrienta revolución social superpuesta a la guerra contra Israel exige un aliento que ya no podía ofrecerle. Su ciclo estaba virtualmente cumplido; hasta es probable que el Corán, en alguno de sus libros, predijera la desaparición de este Profeta moderno.
   La muerte lo sorprendió cuando acababa de sentar a la mesa de la paz -una frágil mesa, es cierto- a los contendientes palestinos y jordanos. En estos momentos, Nasser parecía estar devolviendo a los Estados Unidos y la Unión Soviética el gesto que ambas tuvieron con él durante la guerra de 1957: para salvarlo, entonces, los dos colosos se asociaron: era la primera vez y el mundo se asombró."











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