A
50 AÑOS DEL ASALTO AL POLICLÍNICO BANCARIO
El
29 de agosto de 1963 varios hombres robaron el dinero destinado al
pago de salarios. Durante meses la policía investigó lo que suponía
un robo común. Hasta que se descubrió que los asaltantes
pertenecían a Tacuara, una organización de ultraderecha que realizó
su primera golpe armado. Las pesquisas, en tramos de El
caso del policlínico bancario: ¿Fue asesinado el entrenador?,
nota en la revista Primera
Plana,
nº44 del 10 de septiembre de 1963.
“El
penúltimo día hábil de todos los meses llega a la Policlínica
Bancaria, en el barrio de Flores, una camioneta invariablemente
custodiada por un suboficial de policía. En la parte trasera de esa
camioneta hay una caja con 13 a 15 millones de pesos, destinados a
pagar los sueldos del personal. El jueves 29 de agosto, esa caja sólo
llegó a medias a su destino: cuando estaban descargándola frente al
edificio de la administración, un hombre irrumpió desde atrás de
un arbusto, agitó su ametralladora y gritó ¡Alto! a los ordenanzas
Cogo y Morel, justo cuando ellos saltaban del vehículo con la caja
en sus manos. Sin darles tiempo a moverse, el hombre disparó una
ráfaga, mató a los dos empleados e hirió al suboficial y a otros
dos ocupantes de la camioneta. Luego, trasladó la caja hasta una
ambulancia alquilada 15 horas atrás, se reunió con su cómplice
—cautamente disfrazado de médico— y huyó hacia el noroeste de
Buenos Aires. Había robado 14 millones de pesos.
El
despojo y la agresión a mansalva desataron en el acto una
investigación que se abrió con el casi inmediato reconocimiento de
los asesinos y que todavía, hasta el cierre de esta edición, no
había culminado con su captura. Un redactor de PRIMERA PLANA siguió
durante días y días toda esa operación prodigiosa y complicada;
escuchó el interrogatorio a cada testigo, pudo a su vez preguntar lo
que le importaba a cada sospechoso, como si fuese una suerte de
doctor Watson unido a un Sherlock Holmes de cien cabezas.
Lo
primero que apuntó es el juego de rutina: el sumario policial, las
fotografías tomadas en el lugar del asalto, las comprobaciones
dactiloscópicas, el reconocimiento de los cadáveres.
Pero
la verdadera historia comenzó en el despacho del jefe de
Identificación, comisario Varone, la tarde misma del asalto.
Alrededor de su escritorio estaban reunidos un testigo
circunstancial, dos empleados de la agencia de automotores donde fue
alquilada la ambulancia y el chofer de ésta, al que le habían
aplicado un par de inyecciones a través del pantalón para
adormecerlo. Lo que se quería era reconocer con certeza a los
responsables, y allí estaba para eso el comisario Muñoz, un experto
en el método de 'reconstrucción por el dibujo'.
Cuatro
horas duró la faena, cuatro horas tensas durante las cuales Muñoz
borró una y otra vez las narices, ojos y bocas que iba borroneando
sobre el papel. ¿Está seguro de que la nariz era así?
—preguntaba—. ¿No tenía alguna prominencia? ¿Recuerda señales
de viruela o de cualquier otra clase? El pelo, ¿era más negro, más
levantado, más ondulado, más liso, menos brillante? Pero la
empleada de la agencia de automóviles sólo recordaba un detalle:
Era muy buen mozo... En realidad, muy buen mozo.
El
comisario inspector Goyos entró de pronto en el nervioso juego:
'¿Qué traje vestía?' Silencio absoluto. Los testigos no parecían
ya acordarse de nada. 'Piensen, por favor. ¿Era de color claro?' Sí,
era claro... 'Fíjense bien: ¿de gabardina, lana, hilo?'
(...)
A
esta altura, el comisario Muñoz ya tenía listo su boceto. Lo mostró
a los interrogados. '¡Ese es!', exclamaron los cuatro al unísono.
'Ese es el pistolero.'
Un
grupo de empleados entró en el despacho con grandes álbumes de
fotografías en las manos. En la noche del jueves, la certeza era
absoluta: el golpe había sido perpetrado por Félix Arcángel Miloro
y Salustiano Franco, y los dos parecían llevar, desde hacía años,
el crimen en la sangre.
La
familia de Franco era ya vieja conocida de la policía; todo Franco
—suele decirse en el Departamento— está forzado a emprender la
carrera. Años atrás, la casa de Salustiano empezó a ser
frecuentada por un ladrón en pequeña escala, empeñado en hacerse
notar por alguna hazaña estruendosa. Cuando consiguió ametrallar a
un agente de la seccional 50º obtuvo el alias que buscaba: Pibe
Ametralladora, y su prestigio ascendió de golpe en el mundo del
hampa. Era Miloro, el falso arcángel.
Lo
primero que hizo la policía fue buscar informantes. Todo el
Departamento se movilizó en el acto, arrastró en su movimiento a
unas veinte mil personas. De todos modos, las dificultades
irrumpieron de un modo exasperante. ¿Cómo llevar adelante la
búsqueda, si para los 144 hombres de la sección Robos y Hurtos hay
sólo un automóvil? Además, está el tiempo. Pero el tiempo no
cuenta para los responsables de la investigación. Todos los
teléfonos del Departamento campanillearon día y noche: desde el
otro lado de la línea, amigos, delatores, policías retirados,
ladrones de tercer orden y prostitutas entregaban sus informes.
No
hubo rueda de sospechosos. Los que han sido detenidos son forzados a
desnudarse. Los avezados inspectores saben que cualquiera de ellos
puede esconder minúsculas hojas de afeitar en el paladar o en los
zapatos y tajearse con ellas sin piedad, para ganar tiempo, para ser
trasladado a la enfermería y esperar alguna posibilidad de fuga.
M,
uno de los sospechosos, es por fin interrogado. Se supone que vio un
par de veces a Franco en los últimos días. El subcomisario Rojas lo
mira inquisitivamente:
—Mirá.
Vos me has mentido. Empezaste mal. Primero me dijiste que no lo
conocías a Franco y después que sí.
—Bueno
—musita M—, ya le dije qué pasaba...
—¿Qué
pasaba —insiste Rojas.
—Vea,
tengo miedo de Franco. Es capaz de hacerme cualquier cosa.
La
cara del subcomisario aparece maciza, inexpresiva:
—¿Cuánto
ganás?
—Mire
—dice M—, con mi mujer apenas si alcanzamos a sacar 3 mil pesos
por semana.
—Sin
embargo, estás gastando 30 mil por mes —dispara Rojas—. ¿De
dónde sacás la diferencia?
—No,
señor, qué esperanza —farfulla M—. Si éste es el único
pantalón que tengo... Rojas lo mira con sorna:
—No
sigás. Anoche estuve en tu casa. Hay por lo menos una docena de
trajes.
El
sospechoso se calla, parece abrumado. Rojas remueve la llaga:
—Y
tu hermano, ¿tu hermano no ha visto en estos días a Franco o a
Miloro?
—No,
señor... De ninguna manera...
—¿Pondrías
las manos en el fuego por tu hermano?
—Sí,
señor —dice M—, pondría las manos en el fuego.
Otro
de los policías saca un encendedor, lo enciende y lo aproxima a la
cara de M:
—Dale,
poné tu mano.
La
banda de Miloro y Franco es quizá la última de las bandas
sólidamente organizadas. Ya se habían desmoronado casi todas por la
violenta acción policial de los últimos meses. La de Meneses, entre
otros hombres.
Entre
el viernes y el lunes, algunos diarios apuntaron que Evaristo Meneses
había sido designado para investigar el asalto. Oficialmente, no hay
nada de eso. Meneses trabaja casi por cuenta propia, con apenas 3
empleados.
(...)
Pero,
hasta el cierre de esta edición, los resultados son mínimos. (...)
Ahora, el Departamento está estudiando todos los rastros que tiene
entre manos. Se examinan con minucia los movimientos de los 700
empleados de la Policlínica y de aquellos que renunciaron o fueron
despedidos en los últimos meses. El cerco parece cerrarse.
Pero todavía nadie puede decir cuándo el insomnio, el ajetreo y la tensión de estos hombres lanzados a la caza pueden estallar, como una bomba, en el refugio de los asesinos.”
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