28.8.13

Política nacional

A 50 AÑOS DEL ASALTO AL POLICLÍNICO BANCARIO
El 29 de agosto de 1963 varios hombres robaron el dinero destinado al pago de salarios. Durante meses la policía investigó lo que suponía un robo común. Hasta que se descubrió que los asaltantes pertenecían a Tacuara, una organización de ultraderecha que realizó su primera golpe armado. Las pesquisas, en tramos de El caso del policlínico bancario: ¿Fue asesinado el entrenador?, nota en la revista Primera Plana, nº44 del 10 de septiembre de 1963.




“El penúltimo día hábil de todos los meses llega a la Policlínica Bancaria, en el barrio de Flores, una camioneta invariablemente custodiada por un suboficial de policía. En la parte trasera de esa camioneta hay una caja con 13 a 15 millones de pesos, destinados a pagar los sueldos del personal. El jueves 29 de agosto, esa caja sólo llegó a medias a su destino: cuando estaban descargándola frente al edificio de la administración, un hombre irrumpió desde atrás de un arbusto, agitó su ametralladora y gritó ¡Alto! a los ordenanzas Cogo y Morel, justo cuando ellos saltaban del vehículo con la caja en sus manos. Sin darles tiempo a moverse, el hombre disparó una ráfaga, mató a los dos empleados e hirió al suboficial y a otros dos ocupantes de la camioneta. Luego, trasladó la caja hasta una ambulancia alquilada 15 horas atrás, se reunió con su cómplice —cautamente disfrazado de médico— y huyó hacia el noroeste de Buenos Aires. Había robado 14 millones de pesos.
El despojo y la agresión a mansalva desataron en el acto una investigación que se abrió con el casi inmediato reconocimiento de los asesinos y que todavía, hasta el cierre de esta edición, no había culminado con su captura. Un redactor de PRIMERA PLANA siguió durante días y días toda esa operación prodigiosa y complicada; escuchó el interrogatorio a cada testigo, pudo a su vez preguntar lo que le importaba a cada sospechoso, como si fuese una suerte de doctor Watson unido a un Sherlock Holmes de cien cabezas.
Lo primero que apuntó es el juego de rutina: el sumario policial, las fotografías tomadas en el lugar del asalto, las comprobaciones dactiloscópicas, el reconocimiento de los cadáveres.
Pero la verdadera historia comenzó en el despacho del jefe de Identificación, comisario Varone, la tarde misma del asalto. Alrededor de su escritorio estaban reunidos un testigo circunstancial, dos empleados de la agencia de automotores donde fue alquilada la ambulancia y el chofer de ésta, al que le habían aplicado un par de inyecciones a través del pantalón para adormecerlo. Lo que se quería era reconocer con certeza a los responsables, y allí estaba para eso el comisario Muñoz, un experto en el método de 'reconstrucción por el dibujo'.
Cuatro horas duró la faena, cuatro horas tensas durante las cuales Muñoz borró una y otra vez las narices, ojos y bocas que iba borroneando sobre el papel. ¿Está seguro de que la nariz era así? —preguntaba—. ¿No tenía alguna prominencia? ¿Recuerda señales de viruela o de cualquier otra clase? El pelo, ¿era más negro, más levantado, más ondulado, más liso, menos brillante? Pero la empleada de la agencia de automóviles sólo recordaba un detalle: Era muy buen mozo... En realidad, muy buen mozo.
El comisario inspector Goyos entró de pronto en el nervioso juego: '¿Qué traje vestía?' Silencio absoluto. Los testigos no parecían ya acordarse de nada. 'Piensen, por favor. ¿Era de color claro?' Sí, era claro... 'Fíjense bien: ¿de gabardina, lana, hilo?'
(...)
A esta altura, el comisario Muñoz ya tenía listo su boceto. Lo mostró a los interrogados. '¡Ese es!', exclamaron los cuatro al unísono. 'Ese es el pistolero.'
Un grupo de empleados entró en el despacho con grandes álbumes de fotografías en las manos. En la noche del jueves, la certeza era absoluta: el golpe había sido perpetrado por Félix Arcángel Miloro y Salustiano Franco, y los dos parecían llevar, desde hacía años, el crimen en la sangre.
La familia de Franco era ya vieja conocida de la policía; todo Franco —suele decirse en el Departamento— está forzado a emprender la carrera. Años atrás, la casa de Salustiano empezó a ser frecuentada por un ladrón en pequeña escala, empeñado en hacerse notar por alguna hazaña estruendosa. Cuando consiguió ametrallar a un agente de la seccional 50º obtuvo el alias que buscaba: Pibe Ametralladora, y su prestigio ascendió de golpe en el mundo del hampa. Era Miloro, el falso arcángel.
Lo primero que hizo la policía fue buscar informantes. Todo el Departamento se movilizó en el acto, arrastró en su movimiento a unas veinte mil personas. De todos modos, las dificultades irrumpieron de un modo exasperante. ¿Cómo llevar adelante la búsqueda, si para los 144 hombres de la sección Robos y Hurtos hay sólo un automóvil? Además, está el tiempo. Pero el tiempo no cuenta para los responsables de la investigación. Todos los teléfonos del Departamento campanillearon día y noche: desde el otro lado de la línea, amigos, delatores, policías retirados, ladrones de tercer orden y prostitutas entregaban sus informes.
No hubo rueda de sospechosos. Los que han sido detenidos son forzados a desnudarse. Los avezados inspectores saben que cualquiera de ellos puede esconder minúsculas hojas de afeitar en el paladar o en los zapatos y tajearse con ellas sin piedad, para ganar tiempo, para ser trasladado a la enfermería y esperar alguna posibilidad de fuga.
M, uno de los sospechosos, es por fin interrogado. Se supone que vio un par de veces a Franco en los últimos días. El subcomisario Rojas lo mira inquisitivamente:
—Mirá. Vos me has mentido. Empezaste mal. Primero me dijiste que no lo conocías a Franco y después que sí.
—Bueno —musita M—, ya le dije qué pasaba...
—¿Qué pasaba —insiste Rojas.
—Vea, tengo miedo de Franco. Es capaz de hacerme cualquier cosa.
La cara del subcomisario aparece maciza, inexpresiva:
—¿Cuánto ganás?
—Mire —dice M—, con mi mujer apenas si alcanzamos a sacar 3 mil pesos por semana.
—Sin embargo, estás gastando 30 mil por mes —dispara Rojas—. ¿De dónde sacás la diferencia?
—No, señor, qué esperanza —farfulla M—. Si éste es el único pantalón que tengo... Rojas lo mira con sorna:
—No sigás. Anoche estuve en tu casa. Hay por lo menos una docena de trajes.
El sospechoso se calla, parece abrumado. Rojas remueve la llaga:
—Y tu hermano, ¿tu hermano no ha visto en estos días a Franco o a Miloro?
—No, señor... De ninguna manera...
—¿Pondrías las manos en el fuego por tu hermano?
—Sí, señor —dice M—, pondría las manos en el fuego.
Otro de los policías saca un encendedor, lo enciende y lo aproxima a la cara de M:
—Dale, poné tu mano.
La banda de Miloro y Franco es quizá la última de las bandas sólidamente organizadas. Ya se habían desmoronado casi todas por la violenta acción policial de los últimos meses. La de Meneses, entre otros hombres.
Entre el viernes y el lunes, algunos diarios apuntaron que Evaristo Meneses había sido designado para investigar el asalto. Oficialmente, no hay nada de eso. Meneses trabaja casi por cuenta propia, con apenas 3 empleados.
(...)
Pero, hasta el cierre de esta edición, los resultados son mínimos. (...) Ahora, el Departamento está estudiando todos los rastros que tiene entre manos. Se examinan con minucia los movimientos de los 700 empleados de la Policlínica y de aquellos que renunciaron o fueron despedidos en los últimos meses. El cerco parece cerrarse.

Pero todavía nadie puede decir cuándo el insomnio, el ajetreo y la tensión de estos hombres lanzados a la caza pueden estallar, como una bomba, en el refugio de los asesinos.”

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