22.11.12

Catástrofes

A 35 AÑOS DEL TERREMOTO DE CAUCETE
Se cumplen 35 años del último sismo importante en nuestro país, que destruyó la ciudad sanjuanina de Caucete y causó la muerte de 65 personas y heridas a casi 300. El temblor tuvo una intensidad de 7,4 grados en la escala de Richter y se sintió en lugares tan alejados como la ciudad de Buenos Aires. En esta fecha se conmemora el Día Nacional de la Defensa Civil, en homenaje a las acciones de salvamento en Caucete. La crónica, en tramos de Han muerto las casas, pero no los hombres, nota de Alberto Amato en la revista Gente, nº645 del 1 de diciembre de 1977.


“El bebé sonríe. Tiene motivos. Sus brazos no pueden abarcar la enorme pelota de colores. Es una foto. Debajo dice Mueblería Sarmiento - Diagonal Sarmiento 766 - Caucete - San Juan. Un broche de metal sostiene el último pedazo de papel donde se lee 1977 Noviembre-Diciembre. El almanaque estuvo colgado en la pared pintada de verde. La única que queda en pie en la casa de la calle Urquiza 633. Ahora está caído. Sobre la montaña de platos rotos, que fueron de loza y tuvieron una guarda de rosas color bordó. La llave todavía está puesta en la puerta de postigos cerrados y cortinas de hilo, hechas a mano hace mucho tiempo. Tal vez hechas por las mismas manos que hubieran cortado la planta de apio que ahora está tirada en el suelo manchada de aceite, iluminada por el sol de las nueve de la mañana. El mismo sol que secó en la bolsa de plástico el medio kilo de pan. Las primeras hormigas llegan para darse el banquete. Hay una lata de leche en polvo aplastada por un pedazo de adobe. Y una cuchara oxidada dentro de un frasco de Toddy caído en la pileta de la cocina. Donde estuvo la mesada hay una lata de aceite de cinco litros, volcada sobre una caja de zapatos llena de remedios: Hepatalgina, Novalgina, tela adhesiva, vendas, un envase vacío de yogur manchado de yodo, una botella de alcohol fino, rota, con los últimos pedazos de vidrio color verde pegados todavía en el dorso de la etiqueta. El azulejo blanco, con el refrán pintado con esmalte marrón, se estrelló contra el piso de mosaicos amarillos. Algunas palabras pueden leerse todavía: casa, Dios, motivo. Otras hay que adivinarlas; Flieda, por ejemplo, tal vez haya sido alguna vez felicidad. No hay más.

En esta casa de Caucete vivía la familia Ruarte. Que tenía una tintorería. Una tintorería de la que sólo queda un espejo. Y nada más. El matrimonio Ruarte estaba tomando mate a las 6.27 de la mañana del miércoles 23 de noviembre de 1977. Cuando descubrieron que el temblor no era uno más, decidieron escapar. Emilio Ruarte corrió basta la cuna de su hija Marcela, de 3 años. Su mujer ya estaba en la calle con lo primero que pudo llevarse de la casa: un costurero. Se salvaron los tres. Ahora viven junto a unos parientes en el barrio San Justo. Urquiza 633 es una pared pintada de verde, unos pocos objetos rotos. Y nada más. O mejor, sí, hay algo más. Un ruido apenas audible entre las tres latas de Supermóvil convertidas en macetas. Un gato negro que está luchando contra su instinto. Quiere enfrentar al curioso. Quiere asustarlo enarcando el lomo y clavándole los ojos amarillos. Pero apenas puede levantarse, lanzar un maullido de dolor y correr hacia cualquier parte, con el lomo ensangrentado, flaco, hambriento. Escapa. Tiene miedo.
(...)
La casa de la calle Urquiza 11 no existe. Lo que hay podría ser tomado por un decorado, una escenografía extraña. El ángulo de una habitación, formado por dos paredes. No tienen más de dos metros de largo. Están apuntaladas por dos postes clavados en lo que fue un jardín. En las paredes hay fotos. Y banderines. Una foto, la única en blanco y negro, muestra un equipo de fútbol integrado por adolescentes. Hay una leyenda: A Damián, sus compañeros de 2º 1ª. Damián jugaba al fútbol. Es alguna de las once caras sonrientes de la foto. Habrá pateado la pelota con las zapatillas deportivas de las que sólo quedan la caja azul con la etiqueta dorada. Habrá parado con el pecho el pase hecho por otra de las caras sonrientes de la foto. Se habrá ensuciado de barro la camiseta ¿roja, azul, verde?, con la banda blanca cruzándola en diagonal. Habrá querido imitar a Luque. Porque es Luque el jugador que en la foto de al lado corre con la boca abierta y los brazos en alto. Un gol de River a cualquier otro equipo. Y dos banderines, uno rojo y blanco con la figura de un millonario de galera y reloj de oro, guiñando un ojo. Y otro con el escudo de la provincia de San Juan. Los dos flanquean el vuelo de Fillol, allá arriba, cacheteando la pelota con la mano izquierda. Tal vez Damián nunca quiso imitar a Luque y sí a Fillol. Porque debajo del tocadiscos portátil deshecho sobresale un par de guantes de arquero. Amarillos. Con las palmas protegidas por dos pedazos de goma negra.
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Las baldosas del patio parecen barajas que alguien tiró al aire para ver simplemente cómo caían. La campana de bronce, seguramente comprada en una casa de antigüedades, ya no es más que una cosa inútil. Y la pared del frente, al caer, aplastó un toldo con un símbolo y una inscripción: todo para la construcción. Una ironía. Sólo quedaron intactas las mesas muy chicas, y las sillas del jardín de infantes, un casco de motociclista y una revista con la foto de Andrés Percivale en la tapa. Del otro lado, las mesas del bar y el cartel: ¡Dale loco con la bola loca! Juegos - Metegoles. La confitería de Caucete. El lugar de reunión de la juventud. El cine perdió su letrero. Y los vidrios de las puertas. Están tapadas con los afiches de las últimas dos películas que se vieron: Fantomas se divierte, con Louis de Funes, y Goldfinger, con Sean Connery haciendo de James Bond. Por supuesto, Bond está cruzado de brazos, empuñando su arma con la mano derecha, seguro de sí mismo, decidido. Sonríe. Él sí es indestructible.
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En junio decidieron casarse el 26 de noviembre. El miércoles 23 a las siete de la mañana se encontraron en el medio de la Avenida de los Ríos. Cada uno iba al encuentro del otro. Ella no sabía nada de él. Él nada de ella. La tierra todavía temblaba cuando ellos se abrazaron llorando. Por lo tanto, decidieron cumplir con lo planeado.
El sábado 26, tres días después del terremoto, Antonio Hipólito Díaz, de 34 años, esperó al pie del altar de la iglesia de Caucete a María Celinda Ibáñez, su novia, de 19 años. No eran las diez de la noche, como hubieran querido. Eran las once de la mañana. En la iglesia sólo estaban ellos dos, los padrinos y el sacerdote. Nadie más. Ni luces. Ni flores. Ni marcha nupcial tocada en el órgano. Todas las ceremonias que reunieran a mucha gente en un lugar cerrado quedaron prohibidas en Caucete. Por eso cinco personas apenas en el casamiento de Antonio Hipólito Díaz y María Celinda Ibáñez. En la calle fue distinto. Besos, abrazos, palmadas, amigos, familia. Y a casa. A brindar con vino dulce y ocho vasos. Bajo un toldo de lona y con los colchones tirados donde crecían los rosales. A empezar otra vez, mientras el traje gris cuelga de una soga y los novios bailan un vals imaginado porque no hay música, ni radio, ni luz. Mañana empiezan. Junto con el pueblo de Caucete. Que también empieza mañana.”.

El terremoto en una nota de la televisión brasileña

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